El caso de Turkmenistán es ilustrativo sobre la naturaleza de la pugna en curso. El mayor interés de los consumidores occidentales es ahora saber quién y en qué condiciones sucederá al extravagante déspota Niyázov y si se garantizará la continuidad tranquila del suministro de gas por parte de un país que ingresa por ello casi dos mil millones de euros anuales. La inestabilidad política que se avizora en la antigua república soviética centroasiática, sometida a una tiranía implacable de características medievales, preocupa tanto que Rusia, China y Estados Unidos, los tres poderes reales en la zona, se disponen a cortejar sin ningún pudor a los nuevos dirigentes del país que alberga las quintas reservas mundiales conocidas de gas. Cualquier interrupción de las exportaciones de Turkmenistán, vía Rusia, hacia Europa, podría amenazar la seguridad energética de un continente que no ha olvidado las incertidumbres del invierno con el suministro ruso.
No es exagerado afirmar que las posiciones políticas europeas van a estar demasiado condicionadas en el corto plazo por la dependencia del gas de la zona rusa y ex soviética, con las implicaciones de todo tipo que ello acarrea. Europa va a estar supeditada a cantidades y precios que no están mediadas por mercado alguno, sino que se derivan en gran medida de decisiones arbitrarias y en algunos casos simplemente paranoicas. Una de las posibles escapatorias, poco factible por el momento, consiste en reducir la dependencia del gas de esa zona del mundo. Otra, más asequible si existe la necesaria voluntad política, es coordinar los esfuerzos, intereses y capacidad de demanda en un mercado energético común.
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