En la reciente cumbre del G-8, que reunió en Moscú a los dirigentes de los países más poderosos del mundo, el presidente ruso Vladimir Putin hizo un abierto elogio de la energía nuclear. No es el primer mandatario de un país importante que se pronuncia abiertamente en ese sentido. Fue considerado muy significativa la reflexión de Tony Blair. El Reino Unido fue el primer país del mundo que puso en funcionamiento una central nuclear, a comienzos de los años 60 del siglo pasado. En la actualidad tiene 23 en funcionamiento y 22 cerrados y ningún proyecto nuevo en marcha. La mentalidad antinuclear, que comenzó a extenderse a mediados de los años setenta y se fortaleció a raíz de la tremenda catástrofe de Chernobil (1986), encontró gran receptividad en Inglaterra. Su actual primer ministro, un laborista que ha probado sobradamente que no subordina el pragmatismo a la ideología, propugna un cambio de timón.
Es dudoso que pueda hacerlo sin promover un fuerte debate, para el que quizá se estén empezando a dar unas circunstancias adecuadas.
Hasta hace poco la opinión pública de muchos países occidentales estaba tan fuertemente sensibilizada frente a la energía nuclear que la misma discusión se había convertido en un tabú.
Los elementos que entran en juego en la discusión son apasionantes. A favor de la energía nuclear se mencionan la no dependencia de un reducido grupo de países proveedores (muy inestables políticamente, además, por no decir potencialmente peligrosos) y un desarrollo tecnológico que la hace cada vez segura. Y ha ganado predicamento un aspecto que hubiera parecido impensable a los apóstoles antinucleares de los años setenta: su limpieza. Un autoproclamado ecologista como James Lovelock, creador de Gaia, asegura que sólo la energía nuclear, que no produce anhídrido carbónico ni otros gases contaminantes, puede facilitar una respuesta viable, por suficientemente rápida, al actual proceso de calentamiento de la Tierra, un peligro de tal alcance que podría acabar en un plazo de cien años si no con la especie humana, sí con la actual civilización.
El miedo a la energía nuclear es, según Lovelock, irracional e injustificable.
Los opositores a la energía nuclear afilan, por su parte, sus argumentos. La consideran muy cara, por la larguísima duración de su ciclo, que incluye el tratamiento de los residuos (sobre el que no hay más soluciones que un almacenamiento siempre problemático) y proclive a graves peligros, desde los relacionados con el propio funcionamiento de las centrales (radiaciones, peligro de explosión) hasta la vulnerabilidad a un ataque terrorista, que tendría consecuencias incalculables. El dominio de la tecnología y el acceso a los materiales empleados en la fisión puede ser para ciertos países una tentación demasiado fuerte para dar el paso hacia el armamento nuclear. Es, por ejemplo, la sospecha que ahora pende sobre Irán.
Pero lo cierto es que la energía nuclear se utiliza ampliamente. El 79% de la producción eléctrica francesa tiene ese origen y está en marcha el proyecto para construir una enorme nueva central.
Eslovaquia tiene un 56% de energía nuclear y Bélgica, un 55%. En el conjunto del mundo la energía nuclear participa con un 17% en la producción de electricidad. Ese porcentaje se incrementará notablemente sin duda con los planes de dos naciones superpobladas, como China y la India, que ya han apostado por esa fuente de energía.
En España la participación de la energía nuclear no llega al 20%.
Desde enero de 1995, con el último Gobierno de Felipe González, hay una moratoria nuclear definitiva, lo que quiere decir que no se construirán nuevas centrales, aunque vayan cerrando las existentes.
El PP, en sus ochos años de gobierno, no autorizó ninguna nueva. El actual Gobierno es decididamente antinuclear. A efectos de la producción eléctrica en el futuro, España apuesta por el gas, por ahora de abastecimiento menos problemático que el petróleo, pero no por ello totalmente seguro, y por las energías renovables, como la eólica, que en 2005 aportaron un 7% a la tarta energética, pero que no pueden ser contempladas como una fuente fundamental. Pero España se ve incapaz de cumplir los compromisos adquiridos con el Protocolo de Kioto en lo que respecta a la reducción de sus emisiones de gases contaminantes.
Algo habrá que hacer. Una opción puede ser modificar la demanda, lo que, por implicar cambios profundos en los hábitos de vida, obligaría a una hercúlea tarea de convicción social, seguramente utópica. Otra, cambiar la oferta. Y a falta todavía, y quién sabe por cuánto tiempo, de la energía de fusión -que se obtendrá a partir del hidrógeno-, la candidatura más evidente es la de energía nuclear. De momento, la sociedad, si se hace caso de las encuestas de opinión, la rechaza por una amplia mayoría. Tal vez esa sensibilidad se pueda modificar si se produce un gran debate, en el que se pongan sobre la mesa las nuevas circunstancias. O tal vez no. Lo que no puede hacer una sociedad democráticamente madura es rechazar de antemano ese debate como si fuera un tabú.
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